III Domingo de Cuaresma
- P. Manuel Hernández Rivera, MG

- 4 mar 2024
- 5 Min. de lectura
Ciclo B
Homilía 03 de marzo de 2024
Éx 20, 1-12; Sal 18; 1 Cor 1, 22-25; Jn 2, 13-25.
“los echó del templo”
De la montaña de la Transfiguración -lugar de encuentro con Dios que nos proponía el domingo de cuaresma anterior- nos dirigimos hacia la montaña habitada que tiene un templo, Jerusalén.
Ahora, guiados por el evangelista san Juan en este tercer domingo de cuaresma, contemplamos la escena donde Jesús entra al templo de Jerusalén y echa a fuera a los vendedores y cambistas con todo y los animales; este pasaje es conocido como “la purificación del Templo”.

Nos dice san Juan que se acercaba la pascua de los judíos, es decir, un momento de fiesta donde miles de peregrinos asistían al templo y ofrecían sacrificios a Dios. En este sentido muchos judíos se disponían a subir a Jerusalén no solo porque es un monte, sino porque “subir a Jerusalén” significa también subir a la presencia de Dios; ir al templo es ir a su casa.
Los peregrinos se preparaban para celebrar la pascua -memorial de aquel acontecimiento en el que Dios los liberó de la esclavitud del Faraón- y ofrecer sacrificios; sin embargo, los animales para tales sacrificios debían ser perfectos, esto es, sin defecto y mancha alguna. Esto explica que en el templo hubiera “vendedores” de bueyes, ovejas y palomas con el fin de facilitar el viaje de los peregrinos y cuidar el estado de los mismos animales.
También había “cambistas” pues se consideraba que las monedas ajenas a la ciudad santa eran impuras y lo que se ofrecía en el templo debía ser puro para Yahvé-Dios. No obstante, todo lo que parecía ser en favor del culto y de práctico para el prójimo, se convirtió en un negocio. Apareció la ambición, la estafa y, por lo tanto, un culto desviado a Dios. Además, dificultaba el ofrecimiento de los sacrificios de parte de los judíos peregrinantes y las exigencias del culto y la relación con Dios se sentían cada vez más pesadas.
Por esta razón, cuando Jesús entró en el Templo, “los echo fuera” porque el templo no solo es un lugar de culto, sino que es la casa de Dios, inclusive Jesús afirma la intimidad y su relación con Dios: “la casa de mi Padre”. Por consiguiente, Jesús está revelando la intimidad con Dios y el respeto por su casa. Dios es su Padre, y en Cristo Jesús, nuestro Padre.
Jesús ha tomado una actitud profética y ha denunciado los ídolos que se han instalado en el templo: “quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”.

Ya en el Antiguo Testamento, Dios había promulgado unos preceptos para su pueblo en el monte Sinaí, preceptos que ayudarían a caminar al reciente pueblo liberado de la esclavitud de Egipto y que favorecerían la relación con Dios y con los demás. Estos preceptos han sido llamados las diez palabras o los diez mandamientos resumidos ahora de esta forma para que podamos tenerlos presente en nuestra vida cotidiana.
En estos mandamientos, Dios dejó en claro su lugar y su relación con el pueblo: “no tendrás otros dioses fuera de mí”. En la medida en que el pueblo de Israel iba reconociendo a Dios como el único Dios verdadero, también iba tomando consciencia que los demás dioses eran solo falsos dioses o ídolos. Éstos son exigentes, piden tiempo, dedicación, incluso dinero; se enmascaran en el poder, la fama, el dinero y el sexo infecundo que con el paso del tiempo van restando libertad.
En cambio, Dios ha pronunciado sus diez palabras no para atar y robar la autonomía del hombre sino todo lo contrario, para hacerlo más libre y pleno; le propone un camino de amistad y comunión con él y de libertad interior para entregarse a los demás con el fin de contrarrestar el odio y los deseos esclavizantes que se albergan en nuestro interior.
Pero en el templo de Jerusalén algunos ya habían olvidado estos preceptos y se aprovechaban del culto para el beneficio personal; ya no era un templo sino un mercado aprobado por las autoridades judías. De ahí que algunos judíos le preguntan a Jesús reconociendo su actitud profética y a la vez exigiendo una señal: “¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?” Sin embargo, el Señor Jesús responde revelando el nuevo Templo, es decir, el nuevo lugar del encuentro con Dios: “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré”.
Evidentemente los judíos le mal interpretaron creyendo que hablaba del grandioso templo de Jerusalén que había sido reconstruido por Herodes el Grande y cuyo trabajo duró un poco más de cuarenta y seis años. Pero el evangelista nos sitúa una vez más en la intención de Jesús: “pero él hablaba del Templo de su cuerpo”.
¿Por qué Jesús se compararía con el templo? ¿Por qué enfatizaría su destrucción? Los discípulos entendieron todo después de la resurrección, hicieron memoria de las palabras y creyeron; fueron comprendiendo que Jesús es el nuevo templo, es decir, el nuevo lugar del encuentro porque en Él Dios puso su morada entre nosotros. Toda su vida, sus palabras y obras, sobre todo en su entrega y misericordia estaban haciendo la función del templo.
Este nuevo templo sería reconstruido al tercer día por su fidelidad a Dios. La respuesta de Jesús ya es un anticipo de la pascua y en ella, nuestra esperanza cierta de la resurrección.

Ya no son nuestras construcciones y la belleza de nuestros templos los que posibilitan el encuentro con Dios sino la presencia del Hijo muerto y resucitado. Es en Cristo Jesús que también nosotros nos convertimos en templos y morada de Dios. Cada vez que vamos cristificando nuestra vida en el seguimiento de Jesús; cada vez que Cristo se hace presente en nuestras asambleas litúrgicas y en su Iglesia Pueblo de Dios; cada vez que se hace presente en su Palabra y en la Eucaristía para alimentarnos, vamos descubriendo la huella de Dios en nuestro interior. Cristo va iluminando nuestra vida y con ello expulsando a los ídolos, esos falsos dioses.
En palabras de san Pablo, “Cristo es la fuerza y la sabiduría de Dios” y por lo tanto, la fuerza de nuestra vida cristiana. Así como Jesús expulsó a los vendedores y cambistas del templo así también nosotros somos llamados a expulsar a los falsos ídolos de nuestro templo interior. Por eso, la Iglesia no invita a reflexionar este texto a la mitad del camino cuaresmal para tomar conciencia de aquellas practicas religiosas que hacen pesada nuestra relación con Dios; aquellos ídolos que nos exigen tiempo y dedicación y nos roban libertad.
Pidamos a Dios que nos ilumine para identificarlos y nos de su fuerza para echarlos de nuestro templo interior. No olvidemos que nuestro nuevo templo es Cristo Jesús que se hace presente para nuestra salvación.





En Cristo nos convertimos en morada de Dios!!!!! AMEN!!! Saludos desde Chihuahua