La Ascensión del Señor
- P. Manuel Hernández Rivera, MG

- 12 may 2024
- 4 Min. de lectura
Ciclo B
Homilía 12 de mayo de 2024
Hch 1, 1-11; Ef 4, 1-13; Mc 16, 15-20.
“Subió al cielo”

En algunas ocasiones hemos experimentado momentos de disfrute, gozo y felicidad; estados de quietud y paz. Algunos de ellos han sido por alguna conexión con la naturaleza, otras personas o con el mismo Dios. Hemos experimentado el gozo, la paz y la felicidad al sentirnos en la presencia de Dios. Y esto, ya es un adelanto del mismo cielo.
En nuestro corazón hay un anhelo del cielo o mejor dicho un anhelo de Dios. El cielo no es un lugar físico encima de la tierra o más allá de las estrellas sino es la presencia misma de Dios, dicho de otro modo, entrar en el misterio de Dios, en su amor, ternura y misericordia. Si bien, en algunos momentos gustamos de esos destellos de cielo es porque experimentamos a Dios mismo y no debemos olvidar que nuestro fin último es volver a Él.
Por esta razón debemos anunciar en este mundo, a veces volcado en el materialismo, la superficialidad y en el presente inmediato, que nuestro destino es el cielo, es decir, morar en la presencia de Dios, ascender y entrar en su misterio.
En este domingo celebramos la solemnidad de la ascensión del Señor y este “misterio” atestiguado en los escritos del Nuevo Testamento tiene implicaciones en nosotros y en lo que creemos. Por esta razón es un artículo de nuestra fe proclamada cada domingo en el credo: “subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre”.
“¿Y qué quiere decir subió? Primero que bajó a lo profundo de la tierra”. En esta afirmación de San Pablo en la carta a los efesios se enfatiza que el Hijo de Dios ha tomado nuestra condición humana y una vez consumada la misión del Padre ha subido para que también nosotros subamos con él, pues “el que bajó es el mismo que subió lo más alto de los cielos para llenarlo todo”. Desde la perspectiva de san Pablo, el Señor una vez exaltado sigue dotando de carisma y ministerios a su Iglesia para que, unidos en la fe y el Espíritu, “lleguemos a ser hombres perfectos y alcancemos en todas sus dimensiones la plenitud de Cristo”, en otras palabras, para que también nuestro destino sea la resurrección y la ascensión.

Nuestra humanidad es exaltada con la humanidad de Cristo de modo que la nuestra se encuentra en camino a la comunión con Dios, porque “él que es nuestra cabeza y principio, ya nos ha precedido” (prefacio de la Ascensión I).
Por consiguiente, la solemnidad de la Ascensión enfatiza la exaltación de nuestro Señor y su regreso al seno de Dios mismo. El hijo amado asumió la encarnación por nuestra salvación y regresa al Padre para exaltar también nuestra humanidad lastimada por el pecado y redimida por él.
En efecto, de este hecho se desprenden dos consecuencias: en primer lugar, la misión y la tarea de la Iglesia y, en segundo lugar, la nueva forma de la presencia del Señor en la comunidad cristiana.
Tanto el evangelista Marcos como Lucas en su carta de los Hechos de los apóstoles nos cuentan que el Señor dejó unas instrucciones antes de subir a los cielos y sentarse a la derecha de Dios.
Según Marcos les dijo: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura”. Ya el Papa Francisco reflexionaba que se trata de la misioneriedad de la fe; la fe es misionera o no es fe. La alegría y el gozo pascual es un movimiento que te hace salir de ti mismo para anunciar el encuentro con el Señor que ha redimido nuestra humanidad. El sabernos redimidos nos impulsa a compartir el mensaje de salvación a los otros; incluso abrir espacios de salvación en su nombre.
La misión va acompañada con ciertos signos: arrojar demonios, hablar nuevas lenguas, estar cerca del mal sin dejarnos vencer por él e imponer manos a los enfermos.
Hoy en día, es necesario plantar la cara al mal, la injusticia y violencia para luchar por la justicia y la paz; hablar las lenguas de nuestros interlocutores y diferentes grupos humanos para que el mensaje del amor no tenga límites y fronteras; aprender a estar cerca del mal para generar espacios de Reino de Dios o espacios de cielo pero sin caer en la tentación al pecado que termina por dividir y fragmentar la creación, la comunidad y la persona misma; por último, estar cerca de los enfermos y quienes sufren para ser también pedacitos de cielo que traen vida e incluso al mismo Dios.
“No podemos quedarnos ahí parados, solo mirando el cielo” como dice san Lucas en la primera lectura, sino que debemos ponernos en marcha para anunciar el gozo pascual. El Señor nos ha invitado a ser sus testigos como a los discípulos, “desde Jerusalén hasta los últimos rincones de la tierra”.
Finalmente, el Señor promete a sus discípulos que “dentro de pocos días serán bautizados con el Espíritu Santo” y los dos hombres de blanco afirmaron el día de la ascensión que Jesús “volverá como lo han visto alejarse”. Con este acontecimiento, el autor de la carta de los Hechos de los apóstoles no solo habla de la otra cara de la resurrección, es decir, de la exaltación de Jesús como Señor de todo cuanto existe sino de la nueva forma en la que Cristo ha de estar presente en su Iglesia.
Lucas relata que “una nube lo ocultó a sus ojos”; el Señor ha entrado y regresado definitivamente a la presencia de Dios de modo que ahora estará presente entre nosotros a través de su Espíritu, los sacramentos, en la comunidad y especialmente en los pobres y necesitados: “lo que hiciste con mis hermanos más pequeños, me lo hiciste a mí” (Mt 25, 40).

Pidamos a Dios su gracia para poder contemplar este misterio, sabernos redimidos y exaltados reconociendo que nuestro destino final es nuestra ascensión al cielo para entrar en la comunión del Padre, el Hijo y Espíritu Santo. Amén.





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