La Santísima Trinidad
- P. Manuel Hernández Rivera, MG

- 26 may 2024
- 5 Min. de lectura
Ciclo B
Homilía 26 de mayo de 2024
Dt 4, 32-34. 39-40; Rom 8, 14-17; Mt 28, 16-20.
“Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”

Hemos concluido el tiempo de pascua y retomamos el tiempo ordinario dejándonos tocar por el misterio de Dios en la celebración litúrgica que nos propone la Iglesia: el domingo de la Santísima Trinidad.
Pero ¿quién es este Dios Uno y Trino? A lo largo de mi vida he comprendido que hablar de Dios es una responsabilidad pues es un misterio que nos supera; lo que se pueda decir de Dios puede no ser algo realmente de lo que Él es en esencia, de modo que Dios es inefable, es decir, nuestras palabras humanas pueden quedarse cortas para hablar de su misterio. Sin embargo, no tenemos otro lenguaje para expresar nuestra relación y experiencia con Él.
En este sentido, Dios ha querido entrar en nuestra historia y hablarnos con palabras humanas a través de sus elegidos: los sacerdotes, profetas, reyes, autores sagrados y diversos personajes que han quedado registrados en las Sagradas Escrituras. Por lo tanto, Dios ha querido comunicarse en nuestro lenguaje, nos ha revelado su Nombre, nos ha hecho saber que somos sus hijos amados y que nos acompaña en la historia. Dios ya no es aquel ser supremo lejano aislado e incomunicado sino un Padre amoroso y cercano; un Dios que es comunidad de Tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El pueblo de Israel tuvo este primer acercamiento con Dios al ser escogido como pueblo suyo. Ya el salmista cantaba con gozo: “Dichoso el pueblo escogido por Dios”. Israel se reconoce dichoso porque ha sido testigo de las obras que Dios ha hecho en medio de y por ellos.
El autor sagrado del libro del Deuteronomio ha querido recordar al pueblo que ha caminado por el desierto entre esperanzas y cansancios, una fe firme y vacilante, fidelidad e infidelidades, que el único Dios verdadero los ha sacado de la esclavitud de Egipto y de la opresión del pecado. Este Dios no es un dios en abstracto y lejano sino cercano que ha obrado en favor de su pueblo.
Continua el deuteronomista para lograr su finalidad: “¿Qué pueblo ha oído sin perecer, que Dios le hable desde el fuego, como tú lo has oído? ¿Hubo algún dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y de guerras, con mano fuerte y brazo poderoso? ¿Hubo acaso hechos tan grandes como los que, ante sus propios ojos, hizo por ustedes en Egipto el Señor su Dios?
Estas preguntas quieren suscitar en el pueblo una memoria agradecida por las obras concretas que Dios ha hecho en su historia; aún más, enfatiza la elección de Dios a Israel; nunca se había escuchado que un Dios saliera al encuentro de su creación, en otras palabras, de sus hijos. Por eso el autor sagrado exhorta: “Reconoce, pues, y graba hoy en tu corazón que el Señor es el Dios del cielo y de la tierra y que no hay otro”.

También a nosotros se nos invita a reconocer las obras que Dios ha hecho en nuestro favor; Él ha salido a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y nos invita a reconocer a los ídolos que son falsos dioses y, como hemos dicho otras veces, solo nos restan libertad mientras que Dios nos invita a la libertad y felicidad verdadera.
Pero “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios nos envió a su Hijo” (Gál 4, 4); “en esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hb 1, 1). Ha sido Jesucristo el que nos ha mostrado cómo es el Padre y cómo vivir como hijos. El Dios que ha hecho maravillas en el pasado y ha hablado de muchas maneras ha entrado definitivamente en nuestra historia asumiendo nuestra carne para redimirla. De eso dan testimonio los evangelios y las cartas del nuevo testamento.
Ahora bien, nos situamos al final del evangelio de Mateo. El Señor Jesús, una vez que ha cumplido la misión de anunciar el Reino de Dios, con palabras y signos hasta el grado de dar su vida por nuestra salvación, ha sido glorificado y reúne a los once en Galilea.
El hecho de que el evangelista enfatice el numero “once” no solo se refiere a la ausencia de Judas quien había traicionado al Señor, sino a la Iglesia imperfecta y humana a la que sigue enviando a la misión.
En este contexto, el Señor Jesús les deja un mandato: “Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo cuanto yo les he mandado”. Por lo tanto, ir, hacer discípulos, bautizar y enseñar es la tarea evangelizadora de la iglesia con la fe en la presencia permanente del Señor.
Al inicio de su evangelio, san Mateo nos ha dicho que Jesús es el “Emmanuel”, Dios con nosotros; al final de su evangelio nos lo recuerda “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. El Dios que ha obrado con amor en su pueblo y nos ha dado el mayor regalo a la humanidad, su Hijo Jesucristo, nos sigue acompañando en la historia por la acción del Espíritu Santo que ha sido enviado el día de Pentecostés para vivificar a su Iglesia y renovar la faz de la tierra.

Esta experiencia del Dios Uno y Trino de la Iglesia primitiva ha quedado expresada en la fórmula ternaria del bautismo que ha escrito el evangelista: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La comunidad ha tomado consciencia del amor desbordante de Dios que se ha hecho presente en la historia en tres momentos fundantes: la creación, la salvación y el tiempo de la Iglesia. Dios nos invita a una relación filial que se hace patente en el sacramento del bautismo.
En el bautismo se nos entrega el Espíritu Santo derramado a toda la Iglesia en Pentecostés. Nos dice san Pablo: “no han recibido ustedes un espíritu de esclavos, que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios”. El Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones posibilita el encuentro con el Padre en el Hijo; nos vivifica, alienta, impulsa, regala dones y carismas, y en cada celebración eucarística nos une en la única comunidad convocada por el Padre a través del Hijo.
Pidamos al Señor su gracia para contemplar y adentrarnos en este misterio; la humildad para reconocer que no lo sabremos todo ya que es un misterio que se comunica, pero no se agota; y la certeza de sabernos acompañados en la historia: “sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.





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